I - El debut de los Inocentes
Nos conocimos en el patio de una escuela que ya no existe. El primer día me ofreció un libro de Historia a cambio de otro que le provocara espanto; busqué entre los libros de casa un cómic de Lovecraft creyendo que el miedo le quitaría el sueño y sufriría noches de vigilia. Había sido muy gentil conmigo. Iba un curso por delante y me pasaba datos de los exámenes que ya conocía. Parecía bueno relacionarse con los mayores, pero pronto me dí cuenta que podía ser peligroso. Los más grandes sabían cosas que los más chicos debían descubrir a los golpes (literalmente a los golpes). El director de la escuela, que educaba con un gran sentido militar de la jerarquía y la subordinación, había ordenado trazar una línea roja en el patio para evitar que nos mezcláramos con los cursos superiores. Por un lado, los soldados experimentados del frente, por el otro, nosotros, los novatos. De tanto en tanto, con mi amigo de mayor rango, compartimos alguna charla en los baños dónde fumaban los de 5º. Recuerdo que me dijo algo que el tiempo me devolvió como una verdad incuestionable: “nunca les tengas miedo a los que mandan; a esos siempre les gusta dominar con el terror”.
Fueron las últimas palabras grabadas en mi memoria.
Se llamaba Ernesto y tenía un hermano gemelo al que había que nombrar para saber quién era quién. Por aquellos días lo conocí muy bien. Solíamos hacernos "la rata" para ver películas prohibidas de la Sarli... de vez en cuando me invitaba a algún cumpleaños dónde había niñas de trece que se pintaban como las de veinte. Su carácter transgresor, menos atado a las convenciones, nos hizo pensar que andaba en algo raro porque, en ocasiones, desaparecía sin dejar rastros. La madre sospechaba de una muchacha del barrio, pero la voz del padre tranquilizó a todos: “¡Déjalo, mujer, ¿¡no ves que se está haciendo hombre?!”. Y la familia se regocijaba viendo al muchacho que crecía.
La noche del 20 de septiembre de 1975 un comando de la Triple A los ejecutó con un tiro en la nuca en el zaguán de la propia casa. No sabían cual de los dos era al que buscaban, se parecían demasiado y, “Seba”, a quien le auguraban mejor destino, padeció el estigma del otro. Vivían en Avellaneda y eran hinchas de la Academia. Cuando se los llevaron a la morgue la caravana de amigos pasó silenciosa por la puerta del estadio con los dedos en V.
Fue así como descubrimos la existencia de otra realidad, diferente al mundo ingenuo y apacible en el que hasta entonces habíamos vivido.
Las noticias de esta naturaleza se escuchaban en voz baja por temor a que alguien oyera. Así se vivía, ocultando verdades atroces mientras todo parecía normal y así se nos educaba. Sin embargo, nuestra aparente fragilidad no había matado la razón y el entendimiento. Sabíamos que detrás de toda situación violenta había paredes ocultas y sombrías. Subversivo era mala palabra por lo que, su extinción, nos la vendían como un acto de justicia en defensa de la nación y los ciudadanos de buenas costumbres que habitaban en un país libre.
Algunos meses después las Fuerzas Armadas tomaron el poder (que ya estaba tomado) para declarar: "Un terrorista no es sólo el portador de una bomba o una pistola, sino también el que difunde ideas contrarias a la civilización cristiana y occidental".
Aquellos perros sabían muy bien lo que buscaban. Por eso nos salvamos. Nunca habíamos cruzado la frontera. Nunca dejamos de ser un grupito de melenudos que sólo estimulaban sus cabezas locas a puro rock y música psicodélica…y algo de drogas y vino tinto, también...(continúa).
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