El Monje Negro del Apocalipsis (Prólogo I)
Usted bien lo sabe, estimado lector: Comprenderéis que nos queda poco margen para el error. El orbe se inunda de agua apocalíptica. La nave donde ya nadie cabe ha agotado los pasajes del último viaje. El tiempo breve ya no se hace de siglos. Toda la historia se concentra en el mero instante. La tierra teme y tiembla. Hay necesidad de representar papeles que no están hechos para los actores. Usted mismo es un engañador falaz, un personaje cómodo que, como uno, se sienta en un sillón amable para ser transportado a un horizonte desconocido.
Ocurre que lo que usted busca, en realidad, ya lo vive. Toda novela histórica es una versión transformada del presente. Esta misma es una metáfora de lo que somos.
Así, inmolados sobre el pensamiento descabellado de la existencia, dos hombres intentaban desplegar las inútiles alas de la imaginación. Sobre una hoja de fuego anotaban nombres de diosas, de reinas-madres, de guerreras. Buscaban en libros historias de género para discernir. Leían algún pasaje de Gigalmesh o recitaban pasajes de Safo. Discutían sobre el origen de la misoginia, trababan lucha oponiendo las ideas, desmenuzaban argumentos y los reconstruían, dejando palpitar la ignorancia de los otros. No siempre eran tan profundos, en ocasiones, terminaban discutiendo sobre algún aspecto primordial del universo como la del átomo de una gota de lluvia y su vida breve.
A menudo descendían a tierra y se involucraban con el mundo.
Compartían un té de fresas con aire parisino más allá de la catedral, para ver que acontecía en este otro lado de la vida. De nuevo en la biblioteca se involucraban con un tiempo muy anterior al que existían. Una vez desaparecieron sin dejar rastros. Arqueólogos de las profundidades los descubrieron mimetizados en una imagen virtual; parecían íberos de piedra: Indagaban sobre los 581 signos del bronce de Botorrita y el origen del euskera. El sistema pronto los devolvió a la realidad de la que habían fugado.
El túnel del tiempo en el que vivían los había convertido en personajes extraños y curiosos, en viajeros perturbados por los excesos del músculo mental. Se les dio de baja durante tres meses para que disfrutaran de los días de la manera más llana posible. Al regresar a sus investigaciones, ambos habían cambiado sus nombres por sugerencias de psicólogos y psiquiatras, con el saludable fin de comenzar una vida mejor, acomodada a los requisitos de la buena gente enmascarada bajo la apariencia de personas admirables. Sin embargo, no comprendieron el mensaje y continuaron con sus disparates y locuras. El historiador se hizo llamar Heródoto y, el literato, Aristófanes, a secas, pues le parecía un nombre de ingenua amabilidad...
Compartían un té de fresas con aire parisino más allá de la catedral, para ver que acontecía en este otro lado de la vida. De nuevo en la biblioteca se involucraban con un tiempo muy anterior al que existían. Una vez desaparecieron sin dejar rastros. Arqueólogos de las profundidades los descubrieron mimetizados en una imagen virtual; parecían íberos de piedra: Indagaban sobre los 581 signos del bronce de Botorrita y el origen del euskera. El sistema pronto los devolvió a la realidad de la que habían fugado.
El túnel del tiempo en el que vivían los había convertido en personajes extraños y curiosos, en viajeros perturbados por los excesos del músculo mental. Se les dio de baja durante tres meses para que disfrutaran de los días de la manera más llana posible. Al regresar a sus investigaciones, ambos habían cambiado sus nombres por sugerencias de psicólogos y psiquiatras, con el saludable fin de comenzar una vida mejor, acomodada a los requisitos de la buena gente enmascarada bajo la apariencia de personas admirables. Sin embargo, no comprendieron el mensaje y continuaron con sus disparates y locuras. El historiador se hizo llamar Heródoto y, el literato, Aristófanes, a secas, pues le parecía un nombre de ingenua amabilidad...
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