El Hijo de Buenos Aires
El crítico y ensayista Martínez Estrada decía que “el interior ha mirado siempre a la metrópoli como la Metrópoli; sus planes nacionalistas y los del resto, han sido antagónicos y hasta disyuntivos. Es desde entonces, pues, que Buenos Aires ha sido el centro, alrededor de la cual ha girado la vida argentina, la organización nacional, la cultura y su riqueza”. Alberdi, al respecto, agregaba: “No son dos partidos, son dos países; no son unitarios y federales, son Buenos Aires y las provincias…el que creía y confiaba en su ciudad, como buen porteño, negaba automáticamente el interior, la República”.
El hombre de Buenos Aires era estadista por derecho propio, y quien quisiera manejar la cosa pública tendría que comportarse como porteño; el provinciano de alma era un pobre diablo. La nueva Nación imperante sólo reconocía el modelo portuario; el interior sólo producía “cabecitas negras”, los famosos “descamisados” que descenderán hacia los años 40 hasta la azorada y tumultuosa Reina del Plata.
La ciudad puerto se mostraba al mundo con orgullo y escondía los resabios de la barbarie.
El porteño se fue haciendo y consolidando en ese contexto, y fue adquiriendo de su propio mundo los rasgos que definieron su carácter, su temperamento y su contradictorio ser.
Nació y creció sintiendo que Buenos aires era la Argentina. En la calle, en el café, en los diarios y en la escuela misma aprendía que aquí había estado siempre el país. Este aprendizaje espontáneo, a veces, y voluntariamente incorporado, en otras, debía actuar pacientemente en el tiempo para configurar su estilo, su estirpe, su razón de ser.
Me animaría a describirlo del siguiente modo (considerando que me eduqué en su propio ámbito escolarizado y callejero): El porteño se fue delineando en un espacio cosmopolita que de algún modo influyo en la conformación de su mentalidad; pronto la realidad de nuevas competencias tocó su orgullo y erizó su piel. Debía hacer sentir ante provincianos, inmigrantes y, por encima de todo, ante sus iguales, su autoridad y capacidades no siempre del todo naturales. Fue perfilando así, su petulancia, su don sagrado de poder con todo hasta lo inaccesible, su “fanfarronería” tan célebremente censurada hasta con cierta simpatía. Usa la inteligencia, su capacidad de improvisación, y su razón con mesura. Cuando agotada su verdad, se siente en peligro, su prepotencia puede llegar a ser infinitamente peligrosa; la arbitrariedad para él es una circunstancia necesaria que el más fuerte debe imponer. Sin embargo, desde su propia contradicción, es capaz de movilizar los sentimientos más fuertes por una verdadera amistad; su simpatía, su aplomo, su elegancia atrapa al visitante (y a ellas) que lejos de rechazarlo lo acepta con agrado y satisfacción. El mundo le significa un estímulo para su audacia, para su condición intrépida, para desafiarse a sí mismo y para desafiar a todos simultáneamente.
Es agradable descubrirlo y necesario tomar distancia de su presencia. Él lo arrolla todo con su insoportable paciencia, con su don de palabra, con su manera sobrada de actuar, con su representación constante.
Gardel era, en algunos de estos aspectos subrayados, la encarnación, el paradigma porteño.
Estas maneras se fueron prefigurando desde finales del siglo XIX, para alcanzar madurez en los dorados años 20, cuando Buenos Aires emulaba a París y se jactaba de su parecido y confundía a los extranjeros: Florencio Escardó en 1962 describía con fina sensatez las confusiones de la época: “El turista que dispone de un mes para visitar Buenos Aires conoce inevitablemente lo mismo: La calle Florida, el hipódromo, La Avenida Costanera, la Boca, muy de pasada la avenida Alvear, un par de cines monstruosos y los apéndices de la ciudad: El Tigre, Luján, San Isidro. Se lleva naturalmente una visión falsa de la ciudad, y afirma con la autoridad del que ha estado, inexactitudes enormes con respecto a nuestra vida”.
Y no se equivocaba con semejante juicio; lo tradicional era confundir una parte de Buenos Aires por toda la ciudad y, lo que es peor, confundirla por toda la Argentina.
Y una referencia final relacionada con los suburbios de la ciudad; hacia el lado sur de Rivadavia (Borges siempre decía que el sur comenzaba allí), otros referentes también coadyuvaron a conformar la imagen verdadera del porteño. Orilleros y compadritos evocaban el facón gaucho, el puñal o la navaja contribuían a resolver el pleito. Las nuevas ordenanzas municipales fueron imponiendo métodos de convivencia más razonables bajo los faroles de un café de San Telmo, el lunfardo y el tango.
Y una referencia final relacionada con los suburbios de la ciudad; hacia el lado sur de Rivadavia (Borges siempre decía que el sur comenzaba allí), otros referentes también coadyuvaron a conformar la imagen verdadera del porteño. Orilleros y compadritos evocaban el facón gaucho, el puñal o la navaja contribuían a resolver el pleito. Las nuevas ordenanzas municipales fueron imponiendo métodos de convivencia más razonables bajo los faroles de un café de San Telmo, el lunfardo y el tango.
Fotografía de Horacio Coppola (Serie "Buenos Aires", calle Corrientes 1936)
Imágenes de Buenos Aires con música de Astor Piazzola https://www.youtube.com/watch?v=lKJsJTJUwE0&feature=player_embedded
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